sábado, 1 de mayo de 2010

Lo nuevo de FFC en una década

Paren el tiempo, me quiero bajar

Juventud sin juventud (Youth Without Youth) de Francis Ford Coppola con Tim Roth, Alexandra María Lara y Bruno Ganz. 2007, EE.UU. - Italia - Rumania.

El amor y el odio, esos dos polos en los que suelen situarse el sentimiento hacia una obra artística, no están exentos en el primer film de Francis Ford Coppola luego de un exilio voluntario de diez años, después de la apacible El poder de la justicia (1997). Es justo decir que no se abstrajo radicalmente del cine, porque produjo las tres películas de su hija Sofia y la de algunos amigos como Robert Duvall (la olvidable Assassination Tango) y Robert De Niro (la densa El buen pastor). Los extremos son los que dividen las aguas, tanto en público como en crítica, a este nuevo intento de Coppola por refundar el cine (al menos el suyo) sin la ayuda de Hollywood. La presentación en Cannes fue capaz de generar un silencio incómodo al finalizar la proyección, los primeros aplausos parecieron ser más para la filmografía del hombre del gran vientre que para su último film.
En los setenta, Coppola dio un salto al futuro con La conversación (1974), una obra que marcó una transformación estética y que ha superado el paso del tiempo, hoy todavía se la puede considerar moderna y actual. Al mismo tiempo que trabajó para los estudios, se permitió pensar en una ruptura del lenguaje cinematográfico y en las condiciones de producción preestablecidas desde el cine mudo y particularmente reflexionar en un giro de las composiciones dramáticas. Nuevamente, en los ochenta, volvería a tomar la lanza revolucionaria con el grandilocuente y menospreciado proyecto de Golpe al corazón (1982), una historia de amor embebida por el manierismo de la época. Juventud sin juventud es un anacronismo en la filmografía Coppoliana, se sitúa distante del cine que supo realizar en los comienzos de su vida cinematográfica, cuando sus films surgían como una bocanada fresca hacia el contaminado cielo cinematográfico.
Mircea Eliade escribió el relato que funciona como fuente de este nuevo film, relato que según los teóricos sugería un carácter autobiográfico en la propia vida del filólogo, que además, le sirve al propio Coppola como espejo que refleja su búsqueda incesante de un cine alternativo. La historia comienza en 1938 con Dominic Matei (Tim Roth), un veterano lingüista rumano de 70 años quien decide suicidarse, frustrado por un amor perdido y por no hallar el origen del lenguaje. La decisión parece facilitarse gracias a un acto natural: un rayo que le cae encima, lejos de matarlo, se transforma en el inicio de un milagro sin precedentes. Detrás de las laceraciones y las quemaduras, el hombre que surge es otro, es el mismo Dominic pero que se va haciendo cada vez más joven hasta llegar a los cuarenta años, el que es su médico (Bruno Ganz) y a la vez confidente, no encuentra explicación científica. Sólo puede advertirle que los nazis están interesados en utilizarlo para experimentos.
La idea de revelarse contra el paso del tiempo no resulta novedosa para Coppola, basta recordar sus dos películas más estrambóticas hasta el momento: Peggy Sue (1986) y Jack (1994). El camino fáustico del ahora joven lingüista no está circunscrito al objetivo de escapar de los nazis, sino también de aprovechar esta segunda oportunidad para alcanzar sus metas personales. Sus dos objetivos parecen hacerse presente cuando Dominic encuentra a una joven (Alexandra Maria Lara) que ha sufrido un accidente de similares características al de él y que es muy parecida a su amor perdido. La joven se cree Rupini, una antigua discípula de Buda (hasta estos límites temáticos llega la aventura), habla lenguas antiguas como el sánscrito, el egipcio y el hindi, este hecho casi inexplicable lleva a Dominic junto a una troupe de antropólogos y estudiosos hasta la India para descubrir el misterio.
Coppola no se ruboriza al mezclar diversas temáticas y dejarlas suspendidas e inconclusas aunque esto genere un camino sin salida hacia el caos dramático, especialmente en las condiciones de recepción, por lo menos inmediatas. El grito de libertad que supone esta obra, está presente no sólo en la mixtura de los temas abordados sino también en los aspectos retóricos: la deformación de las imágenes (al estilo El tercer hombre), las composiciones abstractas en el prologo y los giros de 180º de los planos, especialmente en la escena del auto que marcha hacia una montaña. Lo fallido del intento por alejarse de la mediocridad comercial también está en otros órdenes, en aquellos que remiten a un cine ya visto y que funcionan como un retroceso temporal: el protagonista junto a su doppelganger en una misma situación, la solemnidad de la voz en off y la artificiosidad visual en ciertos pasajes, particularmente en la última media hora, de la cual es cómplice la lavada fotografía de Mihai Malaimare, Jr. Coppola cae en la retórica antigua del cine, que lo deja simplemente en un fogueo vanguardista distanciado del resto de su obra más autoral.
La comparación, odiosa e inevitable, con La conversación coloca a esta Juventud sin juventud en las antípodas de un film adelantado en su tiempo, más bien la sitúa en un viaje hacia el pasado del cual no hay retorno. Esta vuelta, de un director que supo modernizar al cine estadounidense hace cuarenta años, es honesta y reflexiva pero solemne y añeja. Si sus películas personales se convirtieron en clásicos, Juventud sin juventud quedará simplemente como un esbozo futurista que paradójicamente va hacia el pasado, en más de un sentido.

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