miércoles, 20 de febrero de 2013

Cine - Debate

Sobre el género musical en el cine, a propósito del estreno de Los miserables
por José Tripodero

Historia reciente

Desde el estreno de Chicago en 2002 el género musical ha encontrado una pequeña primavera, como consecuencia de los éxitos en taquilla y por el logro de premios importantes como el Oscar. Ese ovillo que exhibió su punta fue también el comienzo de una carrera desenfrenada entre los estudios, algunos más oportunistas que otros, para llevar a la pantalla grande diferentes musicales: éxitos de Broadway sin transposición cinematográfica (Rent, Los productores), remakes (Hairspray, El fantasma de la Ópera) y versiones libres (Mamma Mía, Nine). 


La última de las categorías es la más llamativa porque, si bien se trata de versiones libres, la primera de esas dos palabras tiene una trampa. La palabra versión engloba por un lado la visión (el recorte si se quiere) de una obra o material ya existente y por el otro, esa parte tomada por el guionista permite desarrollar algo nuevo. Mamma Mía no se basa en un film o en una obra literaria ni mucho menos en una pieza teatral sino en canciones de Abba, el popular dúo sueco. Así y todo, la narración hablada ocupa un lugar importante entre los momentos musicales. El caso de Nine es el más polémico, su obra fuente es el aclamado film 8 1/2 de Federico Fellini. A partir de ello se construyó una historia muy similar a la de la película italiana con el mismo personaje protagónico, Guido Contini (interpretado por el británico Daniel Day Lewis) y un séquito de personajes femeninos, una especie de arca de Noé compuesto por actrices de Australia, EE.UU., Francia, Italia y España.  


En busca del sentido

Cada vez que se estrena una película musical es común escuchar o leer la frase: “para amantes del género”, la cual parece marcar un territorio o una restricción. Incluso en algunos foros, los defensores del género en el cine suelen utilizar el argumento de "conocer el género musical" por haber ido a ver obras musicales en el teatro. Con el estreno de Los miserables, estas ideas que se transforman en polémica vuelven a surgir. La filiación fanática al género no sólo parte de una categoría de público sino también de cierta crítica, en especial esa que todos los jueves tiene que dar cuenta de los estrenos por pertenencia a diarios o a canales de noticias, en los que es imperativo pasar revista de las películas que se suman a la cartelera.

Los miserables, además, trae aparejado también otro debate y es el de la retórica audiovisual. El film de Tom Hooper es la primera transposición cinematográfica del musical, que a su vez es una transposición de la famosa obra del mismo nombre escrita en plena época romántica por Víctor Hugo. La elección del director inglés fue la de llevar al cine la obra en todo su esplendor operístico, sin partes habladas, todo es recitado en forma de canciones, desde los monólogos hasta los diálogos entre los personajes, las canciones está claro que funcionan como una exteriorización o una catarsis. Hasta aquí, no hay diferencias con el teatro. El cine, como es sabido, tiene en el montaje su principal diferencia con los otros lenguajes artísticos; la pregunta es ¿cómo encaja esta diferencia con el musical operístico? Recordemos el caso de Leven anclas un musical de mediados de la década del 40 protagonizado por Gene Kelly, en el que los números tenían un desarrollo tan grandilocuentes en cuanto a cantidad de bailarines, escenarios y destreza rítmica que hacen pensar en el cine como único lenguaje potable de absoluta contemplación. Además, los personajes tenían una complicidad con el lenguaje al mirar a cámara y, por sobre todo, bailar para la cámara. El cine, en ese y otros musicales del mismo estilo, era parte de ese espectáculo que no se mostraba -a priori- ajeno.

Los miserables es una empresa ambiciosa, como se dijo, todo es cantado. Si tenemos en cuenta también la temática, la gravedad de los parlamentos se eleva con las voces cantadas, caso más evidente el de la presentación de Jean Veljean que dice: “Soy Jean Veljean”, en ese saludo hay una aura conflictivo porque no es normal, es decir esta forma de hablar, por el estilo adoptado, es una licencia para la sobreactuación de la que no puede salvarse ni el mejor interprete.

De vuelta a lo visual. Que la película tenga un metraje de 160 minutos "cantados" no es el mayor de los problemas sino que lo son la puesta de cámara y el bendito montaje. El ejemplo de la escena perteneciente a la canción I Dreamn a Dream que canta el personaje de Anne Hathaway, en el momento más álgido y dramático, el corte de un plano medio a un primer plano carece de razón. Es como si se le diera al espectador la posibilidad (falsa) de estar más cerca del personaje en su peor momento para acompañarlo. En contraste con la mencionada Leven anclas, ni el contexto ni el personaje se vale de los tamaños de plano, no los incorpora e incluso parece invadido, se siente el suspiro de la cámara sobre el rostro de Hathaway. El primer plano funciona todavía menos cuando hay un diálogo entre dos personajes, que se escupen mutuamente los discursos cantados mientras la cámara, como si fuera una intrusa en la historia, se mueve caprichosamente. Los aspectos del cine le sirven a Hooper en Los miserables para autoconvencerse que su transposición es justamente cine, es decir dejar al desnudo las técnicas y las prácticas que por su visibilidad, en contraste con la convención, la convierten en un producto cinematográfico. Si hubiera una cámara plantada que sólo registrara sería teatro filmado: hay una escenografía, un escenario en el cual los actores entran y salen, música, iluminación, etc. Todo cambia cuando el montaje aparece, Hooper sabe que el corte oculto, ese que no se nota o que está implícito en la mente de cualquier espectador (el entrenado o el circunstancial) no es suficiente, es necesario exacerbar los movimientos de cámara, puntualizar los cortes y limar las perspectivas para ofrecer la majestuosidad de los efectos visuales.


Otro forzamiento, el canto en vivo

Si el montaje aparece como un doppelganger para dar aires de “dinamismo” pero a la vez tira un manto de intrusión por los movimientos de cámara, el canto en vivo de los actores surge como la imposición de realismo. Mantener ese espíritu del lenguaje teatral -simbolizado en "el vivo"- es batallar, de alguna manera, con el montaje ineludible que exige el cine. Por eso es que el musical operístico, siendo un género más acomodado al teatro, no halla su consistencia en el cine porque se anula la "magia” de la performance en vivo, por más que los publicistas hagan un enorme esfuerzo por comunicar que los actores, como el caso de la película de Los miserables, interpretaron sus canciones sin hacer playback o peor aún, doblados por cantantes profesionales.

¿En qué modifica la percepción del espectador conocer el dato sobre la fidelidad del canto "en vivo" por parte de los actores? Difícil es saberlo pero mejor aún es preguntarse, en términos formales ¿qué diferencias hay entre "el vivo" y la grabación? En primer lugar, el espectador recibe una copia filmada o -en estos tiempos- grabada, al tratarse de cine no hay forma de sentir "el vivo" como tal. Después, sí podemos analizar que hay un proceso que se elimina, qué es el de la grabación de las canciones en post-producción para empalmarlas con las imágenes. Esto que jugaría a favor del uso "realista" o teatral porque contribuye al trabajo de los actores pierde su razón de ser por lo dicho anteriormente, el espectador no tiene forma de saberlo, más que por los dichos en las entrevistas publicitarias o por las anécdotas que rodean al film. No hay indicios formales que delaten que los diálogos cantados fueron hechos "en vivo" o que fueron grabados. Es así que ese espíritu teatral queda restringido, otra vez, por las facultades y posibilidades del lenguaje al que se transpone la obra.

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