por José Tripodero
Desde el estreno de Chicago en 2002 el género musical ha
encontrado una pequeña primavera, como consecuencia de
los éxitos en taquilla y por el logro de premios importantes como el Oscar. Ese
ovillo que exhibió su punta fue también el comienzo de una carrera desenfrenada
entre los estudios, algunos más oportunistas que otros, para llevar a la
pantalla grande diferentes musicales: éxitos de Broadway sin transposición
cinematográfica (Rent, Los productores),
remakes (Hairspray, El fantasma de la
Ópera) y versiones libres (Mamma Mía,
Nine).
La última de las categorías
es la más llamativa porque, si bien se trata de versiones libres, la primera de esas dos palabras tiene una trampa.
La palabra versión engloba por un lado la visión (el recorte si se quiere) de
una obra o material ya existente y por el otro, esa parte tomada por el
guionista permite desarrollar algo nuevo. Mamma
Mía no se basa en un film o en una obra literaria ni mucho menos en una
pieza teatral sino en canciones de Abba, el popular dúo sueco. Así y todo, la
narración hablada ocupa un lugar importante entre los momentos musicales. El
caso de Nine es el más polémico, su obra
fuente es el aclamado film 8 1/2 de
Federico Fellini. A partir de ello se construyó una historia muy similar a la
de la película italiana con el mismo personaje protagónico, Guido Contini
(interpretado por el británico Daniel Day Lewis) y un séquito de personajes
femeninos, una especie de arca de Noé compuesto por actrices de Australia,
EE.UU., Francia, Italia y España.
En busca del sentido
Cada vez que se estrena una película musical es común
escuchar o leer la frase: “para amantes del género”, la cual parece marcar un territorio
o una restricción. Incluso en algunos foros, los defensores del género en el
cine suelen utilizar el argumento de "conocer el género musical" por
haber ido a ver obras musicales en el teatro. Con el estreno de Los miserables, estas ideas que se
transforman en polémica vuelven a surgir. La filiación fanática al género no
sólo parte de una categoría de público sino también de cierta crítica, en
especial esa que todos los jueves tiene que dar cuenta de los estrenos por
pertenencia a diarios o a canales de noticias, en los que es imperativo pasar revista de las películas que se suman a la cartelera.
Los miserables,
además, trae aparejado también otro debate y es el de la retórica audiovisual.
El film de Tom Hooper es la primera transposición cinematográfica del musical,
que a su vez es una transposición de la famosa obra del mismo nombre escrita en
plena época romántica por Víctor Hugo. La elección del director inglés fue la
de llevar al cine la obra en todo su esplendor operístico, sin partes habladas,
todo es recitado en forma de canciones, desde los monólogos hasta los diálogos
entre los personajes, las canciones está claro que funcionan como una
exteriorización o una catarsis. Hasta aquí, no hay diferencias con el teatro.
El cine, como es sabido, tiene en el montaje su principal diferencia con los
otros lenguajes artísticos; la pregunta es ¿cómo encaja esta diferencia con el
musical operístico? Recordemos el caso de Leven
anclas un musical de mediados de la década del 40 protagonizado por Gene
Kelly, en el que los números tenían un desarrollo tan grandilocuentes en cuanto
a cantidad de bailarines, escenarios y destreza rítmica que hacen pensar en el
cine como único lenguaje potable de absoluta contemplación. Además, los personajes
tenían una complicidad con el lenguaje al mirar a cámara y, por sobre todo,
bailar para la cámara. El cine, en ese y otros musicales del mismo estilo, era
parte de ese espectáculo que no se mostraba -a priori- ajeno.
Los miserables es
una empresa ambiciosa, como se dijo, todo es cantado. Si tenemos en cuenta
también la temática, la gravedad de los parlamentos se eleva con las voces
cantadas, caso más evidente el de la presentación de Jean Veljean que dice:
“Soy Jean Veljean”, en ese saludo hay una aura conflictivo porque no es normal,
es decir esta forma de hablar, por el estilo adoptado, es una licencia para la
sobreactuación de la que no puede salvarse ni el mejor interprete.
De vuelta a lo visual. Que la película
tenga un metraje de 160 minutos "cantados" no es el mayor de los
problemas sino que lo son la puesta de cámara y el bendito montaje. El ejemplo
de la escena perteneciente a la canción I
Dreamn a Dream que canta el personaje de Anne Hathaway, en el momento más
álgido y dramático, el corte de un plano medio a un primer plano carece de
razón. Es como si se le diera al espectador la posibilidad (falsa) de estar más
cerca del personaje en su peor momento para acompañarlo. En contraste con la mencionada Leven anclas, ni el contexto ni el personaje se vale de
los tamaños de plano, no los incorpora e incluso parece invadido, se siente el
suspiro de la cámara sobre el rostro de Hathaway. El primer plano funciona
todavía menos cuando hay un diálogo entre dos personajes, que se escupen
mutuamente los discursos cantados mientras la cámara, como si fuera una intrusa
en la historia, se mueve caprichosamente. Los aspectos del cine le sirven a
Hooper en Los miserables para
autoconvencerse que su transposición es justamente cine, es decir dejar al
desnudo las técnicas y las prácticas que por su visibilidad, en contraste con
la convención, la convierten en un producto cinematográfico. Si hubiera una
cámara plantada que sólo registrara sería teatro filmado: hay una escenografía,
un escenario en el cual los actores entran y salen, música, iluminación, etc.
Todo cambia cuando el montaje aparece, Hooper sabe que el corte oculto, ese que
no se nota o que está implícito en la mente de cualquier espectador (el
entrenado o el circunstancial) no es suficiente, es necesario exacerbar los
movimientos de cámara, puntualizar los cortes y limar las perspectivas para
ofrecer la majestuosidad de los efectos visuales.
Otro forzamiento,
el canto en vivo
Si el montaje aparece como un doppelganger para dar aires de “dinamismo” pero a la vez tira un
manto de intrusión por los movimientos de cámara, el canto en vivo de los
actores surge como la imposición de realismo. Mantener ese espíritu del
lenguaje teatral -simbolizado en "el vivo"- es batallar, de alguna
manera, con el montaje ineludible que exige el cine. Por eso es que el musical
operístico, siendo un género más acomodado al teatro, no halla su consistencia
en el cine porque se anula la "magia” de la performance en vivo, por más
que los publicistas hagan un enorme esfuerzo por comunicar que los actores,
como el caso de la película de Los
miserables, interpretaron sus canciones sin hacer playback o peor aún, doblados por cantantes profesionales.
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