El odio al cine
por José Tripodero
Dirección, Guión: Fernando Pacheco
Fotografía: Pablo Desanzo
Montaje: Andrés Tambornino
Intérpretes: Daniel Valenzuela, Julián Stefan, Juan Palomino, Mariana Medina, Mónica Lariana
Nacionalidad y año: Argentina, 2010 Duración: 65'
“Misiones 1999”, este paratexto aparece a la
derecha abajo y chiquito dentro de una pantalla negra. Esta timidez para
establecer el momento de la historia, es entendible, lo que no significa que se
justifique. Antunez (Daniel Valenzuela), un trabajador maderero del interior de
la provincia de Misiones, se convierte en un nuevo desocupado. Las urgencias
familiares y un contexto de malaria sin chances de encontrar un nuevo trabajo,
lo inducen a recurrir a su única chance: cruzar el río del pueblo que limita
con Paraguay para traer droga con su compadre (el debutante Julián Stefan), quien
ya hecho este trabajo para un narco local (Juan Palomino en clave seca y
temeraria).
Como (casi) siempre, en un film, el problema no es la premisa sino la ejecución. Aquí Fernando Pacheco exhibe un ilustrado odio al cine, profundo por cierto. No le interesa ensanchar a su protagonista, que nunca escapa de la esfera de lo bidimensional ni tampoco del estereotipo de trabajador desesperado que se tira de cabeza al duro precipicio de la única opción. El tipo no sólo está en la lona sino que también chupa como loco, trata a su mujer como carne para saciar sus apetitos sexuales de trasnoche, entre otros lugares comunes de la construcción de un personaje. También podría leerse, según el guionista/director, que el hombre del interior es así porque la vida, lejos de la urbanidad, es más dura.
Se pretende, a partir de un
particular, construir la idea de general: "el obrero argentino la pasaba de esta
manera en 1999". En este intento por generalizar lo particular hay una trampa.
El director Pacheco hace cine o lo intenta y en ese hacer está la trampa, si
bien en lo temático se intenta dar cuenta de una época (a partir de las
vicisitudes de un hombre) en lo retórico hay una pobreza estilística creada,
también, desde la pre configuración de la pobreza. El muestreo de la pobreza,
aquí, no tiene relieve es un pantallazo por las figuras abúlicas (la esposa, la
madre del tipo, el hijito) más un escenario natural que parecería que debiera funcionar
automáticamente como una escenografía. Ni hablar de la ausencia de una cámara
–en continuidad con lo retórico- que sólo registra lo que pasa y que lejos está
de ser un componente para la creatividad. En síntesis, el mensaje está por encima del cine.
Además de este vagabundeo por la mediocridad,
la historia, que en la mitad se calza el traje del suspenso tampoco chapea en
el género y se mantiene inerte hasta completar los sesenta y cinco minutos. Los
cuales le permiten A la deriva ser
etiquetado como un largometraje. No hay en este resultado final, una motivación
transparente. Si era mostrar a Misiones, en estos tiempos en los que el INCAA
se volvió “regional”, no se logró. Si era pintar una postal de tiempos duros no
tan lejanos, lo que resultó fue un tiro por la culata porque las preguntas que
revolotean -mientras corren los créditos- son: ¿cambia en algo la aparición o
no del paratexto del principio? ¿Es tan diferente la situación actual de un
trabajador de la madera en Misiones? La base de la disfuncionalidad en A la deriva es la pereza cinematográfica
y no el intento noble de retratar la imagen de un interior algo desconocido
para el cine argentino. Por rasgos
temáticos y retóricos tratados de manera tan desidiosos es, además, una
película que no tiene un destinatario concreto. Y aquí tenemos uno de los
grandes problemas del cine argentino: el público, variable ausente para la mayoría de los productores y directores,
quienes sólo pretenden estrenar antes de que termine el año.
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